carol

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Carol Autor : Editor Noticiero

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Ricardo Bedoya / Páginas del diario de Satán “Carol” es una película intensa y notable, de lo mejor que ha dado el cine de los Estados Unidos en los últimos años. A diferencia de otras películas de Todd Haynes, atravesadas por las referencias fílmicas más antagónicas, desde la vanguardia de los setenta y las cintas activistas “queer” hasta el melodrama clásico de Hollywood, aquí el dialogo con el pasado se vuelve más complejo y rico. “Carol”se alimenta de la tradición, pero sin lanzarle guiños a nadie. Estamos en el Nueva York de inicios de los cincuenta. El arranque de la película, con un travelling que sigue a los transeúntes y nos conduce hasta el restaurante donde conversa la pareja protagonista, tiene la belleza y funcionalidad de lo clásico. Nos instala en un mundo invernal, de colores a la vez vivos y empañados, y en un entorno social preciso, el de la burguesía conservadora del inicio de la era Ike. Y entonces encontramos a Therese (Rooney Mara) y a Carol (Cate Blanchett), la pareja enamorada y en crisis. La joven podría haber sido la Audrey Hepburn de los años en que se ambienta la película. Su corte de cabello nos la recuerda. La mujer mayor, de gesto tenso, me recuerda a Barbara Stanwick (alguien la ha comparado con Garbo y con Patricia Neal, pero no lo creo). Blanchett es una actriz de la estirpe de Barbara: pura fibra, temperamento, distinción, nervios a flor de piel. Todas las diferencias entre ellas se marcan en esa escena: las edades, las formaciones, las clases sociales. Eso que llaman las marcas de “distinción”. Pero algo las une: el deseo. Que de eso trata “Carol”. Del deseo y de cómo se forma, se instala y logra trastornarlo todo. Haynes filma ese proceso sin agitar la cámara ni acelerar el montaje ni deformar los espacios. Sin exacerbar los ritmos del relato y sin buscar la “escena” definitiva para lucimiento de sus actrices. Lo hace potenciando la puesta en escena, ese arte en extinción. Un deseo que se interrumpe en esa secuencia inicial del restaurante. Un amigo llega y quiebra la intimidad de las mujeres. La secuencia no solo recuerda “Breve encuentro”, de David Lean (como lo ha confesado Haynes); es fundamental para construir el sentido de lo que vendrá. Es la primera intromisión masculina en ese mundo de mujeres y nos enfrenta a la impresión de inestabilidad e irresolución que va a marcar el curso del relato. Porque el cuerpo principal de la acción es retrospectiva y está impregnada de incertidumbre y nostalgia. El punto de vista narrativo es el de Therese y se establece en una secuencia de gran maestría. Despachando en los almacenes en los que trabaja, con un gorro navideño en la cabeza, la joven descubre a la mujer de enfrente, a la clienta anónima. La mira y mantiene la vista sobre ella, pero la intromisión de alguien -otra más- la sacan de su campo de visión. Un movimiento de la cámara recupera a la mujer contemplada. Es la joven, ingenua e inexperta Therese la que convoca el deseo y lo modela a la medida de sus fantasías. Ese punto de vista es el que organiza la puesta en escena. Su mirada a través de la

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ventanilla del taxi, de los vidrios empañados o mojados por la lluvia, o sus recorridos visuales en busca del objeto de deseo, aportan la impresión de serena melancolía que transmite la película. Es el fundamento conceptual del melodrama: la certeza de que toda felicidad es precaria y se contempla, en tiempo presente, como si fuese una representación que tiene señalada su hora de clausura. O se rememora sin acritud. Después de todo, esa dicha, aunque breve, es la que el cielo nos dio, para parafrasear a Douglas Sirk. La mirada de Therese fija no solo establece un sentimiento de precariedad emocional; también señala esos objetos que se fetichizan y quedan como huellas en la memoria y a los que se vuelve, una y otra vez, al llegar la separación o el desconsuelo: los guantes de Carol, los vidrios empañados, los espejos, las puertas que reencuadran la silueta de la mujer que se fue. Objetos convertidos en motivos visuales recurrentes, centrales en la construcción del ritmo de la película. Pero el punto de vista de Therese conduce también a otra dimensión de una película que, a través de sus ojos, se convierte en un filme de aprendizaje. Es la crónica del desarrollo de una muchacha que afirma su identidad en un entorno represivo y lleno de prejuicios. Sabemos que Haynes es abanderado del cine “queer”, pero eso no significa que sea propagandista de causa alguna. El extraordinario final de la película -con el empleo de una cámara lenta modélica- demuestra cuán matizada puede ser su visión del asunto central de la película, del genero en el que se inserta y de la puesta en escena cinematográfica. Otros elementos admirables en esta película de superficie fría pero de interior ardiente: el personaje del marido de Carol, entrampado en las exigencias sociales a pesar de sus sentimientos; la recreación de un Manhattan invernal, en plena celebración de esos ritos familiares que una relación como la de Therese y Carol ponen en cuestión; las secuencias del viaje hacia Chicago, suma de “momentos privilegiados”, epifanías y descubrimientos filmados con discreción y pudor. Y la presencia de las actrices. La frágil Mara, movida por un deseo que la fortalece y la lleva a enfrentar la opinión ajena, como cuando pide la habitación presidencial al llegar al hotel, y la altiva y sofisticada Blanchett, inerme ante las tretas legales y el acoso judicial. Y ante el amor, claro. Que una película así haya sido ninguneada por la Academia solo confirma la insignificancia de sus premios. Honor para “Carol”. Fuente: Páginas del diario de Satán / Lima, 26 de enero de 2016

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